Ciencia social

La identidad nacional como exclusión

Las crisis económicas pueden tener su lado positivo, si nos hacen reaccionar y repensar el mundo, especialmente el económico, para articular maneras de reconstruir de una forma más justa y equitativa. No parece que esta de la que acabamos de salir haya servido en ese sentido, sino más bien al contrario: de ella vamos saliendo reforzando elementos identitarios que le echan la culpa al diferente, y así nada hay que cambiar.
Por Francisco Delgado

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Ciencia social

La identidad nacional como exclusión

Francisco José Delgado Martín

Economista

 

La historia, anota el historiador Timothy Snyder, «no se repite, pero sí instruye». Presento en este artículo unos breves contextos históricos intentando arrojar algo de luz para entender algunos de los falsos tópicos (entre ellos la identidad nacional) que sirven como “argumentos” en contra de refugiados e inmigrantes. Lo hago centrado en Estados Unidos, pero por otros pagos tienen (incluso tenemos) sus imitadores.

Allá por finales de los años 70 del siglo pasado, León Gieco cantaba lo que hoy es el destino de muchos seres humanos en muchas de las fronteras de este mundo: «Solo le pido a Dios que el futuro no me sea indiferente, desahuciado está el que tiene que marchar a vivir una cultura diferente». Pronto las ideas económicas y las decisiones políticas cambiaron. Al historiador Eric Hobsbawm, que vivió la Gran Depresión, una profunda crisis económica, le resultaba incompresible cómo, tras las crisis del petróleo, aquellos a los que no se había escuchado durante tres décadas, aquellos que defendían un mercado totalmente libre de las restricciones del Estado, empezaran a tener la voz cantante en los años 80 del siglo XX. There is no alternative, dirán. Privatizar, desregular, competir… Cada uno a lo suyo. Confiemos todos, y todo, solo en la iniciativa privada. Los mercados ponen a cada uno en sitio. Para Hobsbawm este hecho ilustra, por un lado, «la increíble falta de memoria de los teóricos y prácticos de la economía», y, por otro, «la necesidad que la sociedad tiene de los historiadores, que son los “recordadores” profesionales de lo que sus conciudadanos desean olvidar». Ahora bien, las tres décadas de bonanza, y magros derechos, en las que no fueron escuchado los neoliberales, llevaban ya el germen de lo que vendría después. A los ojos de Pablo VI en 1967:

«Sobre estas nuevas condiciones de la sociedad ha sido construido un sistema que considera el lucro como motor esencial del progreso económico, (…) la prosperidad privada de los medios de producción, como un derecho absoluto, sin límites ni obligaciones sociales correspondientes. Este liberalismo sin freno, que conduce a la dictadura, justamente fue denunciado por Pío XI» (Populorum progressio, n. 26. Capitalismo liberal).

En aquellos años de la Gran Depresión, en 1931 Pío XI escribe:

«[s]alta a los ojos de todos (…) que en nuestros tiempos no solo se acumulan riquezas, sino que también se acumula una descomunal y tiránica potencia económica en manos de unos pocos (…)». Y añadirá: «Dominio ejercido de la manera más tiránica por aquellos que, teniendo en sus manos el dinero y dominando sobre él, se apoderan también de las finanzas y señorean sobre el crédito, y por esta razón administran, diríase, la sangre de que vive toda la economía y tienen en sus manos así como el alma de la misma, de tal modo que nadie puede ni aun respirar contra su voluntad» (Quadragesimo anno, nn. 105, 106).

Casi describe nuestro presente. El The World Inequality Lab, en cuyo Comité Ejecutivo figura el economista Thomas Piketty, nos proporciona los siguientes gráficos que son lo suficientemente elocuentes como para necesitar mayores comentarios.

 

Evolución de la parte de Ingreso Nacional que pertenece al 1% más rico.

 

Evolución de la parte de Ingreso Nacional que pertenece al 50% más pobre.

 

Con soltura escribe Vargas Llosa, ufano donde los haya de las políticas neoliberales, comentando a Adam Smith: «Nadie antes (…) había (…) explicado de manera tan elocuente que la libertad económica sustenta e impulsa a todas las otras» (la cursiva es mía). Mas, como recuerda Hannah Arendt: «La superación de la pobreza es un requisito previo para la fundación de la libertad». Que, en 2017, según The United States Census Bureau, uno de cada ocho norteamericanos era pobre. Que importan las leyes. Y que importa -es significativo- que esas leyes sean aprobadas sin tener en cuenta lo más mínimo a porcentajes importantes de la población de Estados Unidos o cualquier otro país del mundo. Dice el informe de The World Inequality Lab:

«La evidencia muestra que la progresividad del sistema impositivo (considerado globalmente) es una herramienta efectiva para combatir la desigualdad. La tributación progresiva no solo reduce la desigualdad de manera directa, sino que también disminuye los incentivos a capturar fracciones crecientes de ingreso y de riqueza, al limitar su magnitud. La progresividad se redujo drásticamente en los países ricos y en algunos emergentes entre la década de 1970 y mediados de la del 2000».

Sin embargo, hoy la música que suena no es ni siquiera la de la progresividad impositiva, suena la bajada de impuestos. En Estados Unidos la aplican. Los beneficiados, los de siempre. Muchos hubo (y hay) que sostuvieron que, en el límite, todos los impuestos son un robo, sin reparar en que la producción de la riqueza es social. Y el informe sigue. Mucho se ha escrito sobre las bondades de la educación como catalizador de la igualdad de oportunidades, pero incluso han llegado a romper el posible ascensor social.

«Investigaciones recientes muestran que puede existir una brecha inmensa entre el discurso público acerca de la igualdad de oportunidades y las que efectivamente existen en el acceso a la educación. En Estados Unidos, por ejemplo, de cada cien niños cuyos padres pertenecen al decil más pobre, apenas entre veinte y treinta acceden a educación universitaria, mientras que dicha proporción asciende a noventa en el caso del decil de más altos ingresos».

Te preguntarás qué tiene que ver todo esto con la identidad nacional como exclusión. Un pequeño rodeo. Peter Berger y Thomas Luckmann en La construcción social de la realidad sostuvieron que recibir una identidad comporta adjudicarnos un lugar en el mundo. En un mundo globalizado el “lugar” bien puede ser «un trozo en un mapa». Eric Hobsbawm, en la Conferencia inaugural del congreso «Los Nacionalismos en Europa: Pasado y Presente», celebrado en Santiago de Compostela en septiembre de 1993, contaba lo siguiente:

«Si empiezo refiriéndome a la “identidad estatal” es porque, hoy en día, además de ser virtualmente universal, proporciona el modelo para todos los otros grupos que buscan una expresión política para su existencia como colectividad. Se trata, sin embargo, de una relación de doble filo. A lo largo de este siglo [XX] dos peligrosas ideas han contaminado al Estado territorial: la primera es que de alguna manera todos los ciudadanos de tal Estado pertenecen a la misma comunidad o “nación”; y la segunda es que lo que une a estos ciudadanos sería algo así como una etnicidad, lengua, cultura, raza, religión o antepasados comunes».

Primer acto: America first… los norteamericanos primero. La identidad nacional no viene a ser nada más que el trampantojo simbólico que se agita frente a la llegada de inmigrantes y refugiados. Como afirma con tino Appiah, «una vez fuera del mundo-aldea del cara a cara, un pueblo siempre es una comunidad de extraños». Extraño dice el Diccionario de la Real Academia: «De nación (…) distinta a la que se nombra o sobrentiende, en contraposición a propio». La identidad nacional, si no olvidamos los datos arriba indicados, nos remite a una falsa solidaridad. Así, causa desazón leer a Fukuyama:

«Una (…) razón por la que la identidad nacional es importante es la de mantener fuertes redes de seguridad social que mitiguen la desigualdad económica. Si los miembros de una sociedad sienten que son miembros de una familia extendida y tienen altos niveles de confianza entre ellos, es mucho más probable que apoyen programas sociales que ayuden a sus compañeros más débiles».

Reconoce que las democracias liberales se apoyan en la premisa «de la igualdad humana universal, y esa igualdad no comienza ni termina en las fronteras nacionales», pero, es necesario que haya un pero, un pero que se desliza de la inmoralidad económica a unas breves pinceladas de teoría política:

«Si bien los países sienten, con razón, la obligación moral de albergar a los refugiados y de acoger a los inmigrantes, tales obligaciones son potencialmente costosas tanto económica como socialmente, y las democracias deben equilibrarlas con otras prioridades. Democracia significa que las personas son soberanas, pero si no hay manera de delimitar quiénes son esas personas, no se podrá ejercer la elección democrática».

Segundo acto: Make America Great Again. ¿Y cómo puede ser cualquier cosa grande otra vez –en un mundo global– levantando muros, enviando (o proponiendo enviar) cuerpos y fuerzas armadas contra seres humanos exhaustos por el viaje, con la muerte en las fronteras (hombres, mujeres y también niños), criminalizando también a todos los creyentes de una religión? Así el pasado invocado es un pasado poblado de olvidos. Todo (cultura, lengua, religión…) sirvió (y puede servir) como “marcas” para adjudicar identidades y, por lo que sabemos, nada hubo (ni hay) de inocente en algunas de ellas. Sobre el color de la piel se montó la esclavitud y hoy el racismo; sobre el sexo, el género y la dominación de los hombres sobre las mujeres. Así, por ejemplo, escribe Ta-Nehisi Coates, negro norteamericano:

«El olvido es un hábito, pero también es otro componente necesario del Sueño [de ser blanco]. Ya han olvidado la magnitud del robo que los enriqueció con la esclavitud; el terror que les permitió durante un siglo escatimar el derecho a voto, y la política segregacionista que les dio sus barrios residenciales. Se han olvidado porque acordarse los haría caerse del hermoso Sueño y tener que vivir aquí abajo con nosotros, aquí en el mundo. Estoy convencido de que los Soñadores, al menos los Soñadores de hoy en día, prefieren vivir blancos a vivir libres (…). Despertarlos equivale a mancillar su nobleza, a convertirlos en humanos vulnerables, falibles y frágiles».

Frente al camino abstracto (siempre difícil) que nos podría llevar a reconocernos como nacidos «libres e iguales en dignidad y derechos», es la fragilidad por las menguantes condiciones materiales que hacen posible articular proyectos de vida la que nos puede permitir hoy reconocernos. Reconocernos en nuestra fragilidad dentro de una pluralidad de diferencias. Sin embargo, la identidad nacional viene a cumplir las funciones de una pantalla opaca que cierre la posibilidad de ponernos en el lugar del otro, de cegar la posibilidad de cumplir con nuestro deber de comportarnos «fraternalmente los unos con los otros», y también para vehicular un reactivo y bravucón odio («El odio otorga identidad (…). Les ponemos nombre a los extranjeros que odiamos y de esa forma confirmamos nuestro lugar en la tribu», anota Ta-Nehisi Coates). Hay que nombrar a los “bárbaros” como distracción de una codicia rapante. Como apuntó Bauman:

«La verdadera culpa imperdonable de las víctimas colaterales de esas fuerzas [globales], una vez que se han convertido en nómadas sin hogar, es que sacan a la luz la realidad de la (¿incurable?) fragilidad de nuestro confort y la seguridad de nuestro lugar en el mundo. Y por eso, por una lógica viciada, se tiende a verlas como unas tropas de vanguardia que están sentando sus cuarteles entre nosotros.

Estos nómadas, que lo son no de forma voluntaria, sino por el veredicto de un destino despiadado, nos recuerdan de manera irritante la vulnerabilidad de nuestra posición y la fragilidad de nuestro bienestar. Es una costumbre humana, demasiado humana, culpar y castigar a los mensajeros por el odioso contenido del mensaje que transmiten, en lugar de responsabilizar a las fuerzas mundiales incomprensibles, inescrutables, aterradoras y lógicamente resentidas que sospechamos que son las culpables del angustioso y humillante sentimiento de incertidumbre existencial que nos arrebata la confianza y causa estragos en nuestros planes de vida».

Después de la crisis de 2008 el miedo se ha instalado en nuestra vida. Y además se agita. Reflexiona Heinz Bude acerca de una afirmación de Roosevelt en su discurso de nombramiento como presidente («Lo único de lo que tenemos que tener miedo es del propio miedo»):

«El miedo vuelve a los hombres dependientes de seductores, de mentores y de jugadores. El miedo conduce a la tiranía de la mayoría, porque todos se suman por oportunismo a lo que hacen los demás. El miedo posibilita jugar con las masas que callan, porque nadie se atreve a alzar la voz, y puede acarrear una aterrorizada confusión de la sociedad entera una vez que salta la chispa. Por eso —así es como se debería entender a Roosevelt— la tarea primera y más noble de la política estatal es quitarles el miedo a los ciudadanos».

Roosevelt y su New Deal (Nuevo Acuerdo) —la intervención del Estado para recuperar la economía— en aquellos aciagos años treinta. Recordemos también, en tiempos de feminismo, la luz propia de Eleanor Roosevelt, que trabajó incansablemente para que la Declaración Universal de los Derechos Humanos viera la luz en 1948. Recordemos también que los escombros de la segunda guerra mundial se retiraron en Europa con cooperación internacional (Plan Marshall). Otras políticas fueron posibles en una crisis mucho más profunda. La identidad nacional desde luego no viene a sino a enturbiar los problemas. Si no queremos que el futuro nos sea indiferente debemos eludir la posibilidad de que vengan más años malos que nos hagan más ciegos. Como apunta Amartya Sen: «La principal esperanza de armonía en nuestro mundo atormentado reside en la pluralidad de nuestras identidades, que se cruzan entre sí y obran en contra de las profundas separaciones a lo largo de una única, tajante y resistente línea de división que supuestamente no es posible atravesar. Aquello que compartimos en tanto humanidad es desafiado brutalmente cuando nuestras diferencias son reducidas a un sistema imaginario de categorías singularmente poderosas».

 

Bibliografía

Appiah, Kwame Anthony. Las mentiras que nos unen. Repensar la identidad. Barcelona: Ed. Taurus., 2019.

Arendt, Hannah. La libertad de ser libres. Barcelona: Ed. Taurus. 2018.

Bauman, Zygmunt. Mensajeros de la globalización. Diario El País. 31.05.2015

Berger, Peter L., Luckmann Thomas. La construcción social de la realidad. Buenos Aires: Ed. Amorrortu. 1995.

BUNDE, Heinz. La sociedad del miedo. Barcelona: Herder Editorial. 2017.

COATES, Ta-Nehisi. Entre el mundo y yo. Barcelona: Ed. Seix Barral. 2016

FUKUYAMA, Francis. Identidad. La demanda de dignidad y las políticas de resentimiento. Barcelona: Ed. Deusto. 2019.

HOBSBAWM, Eric. Historia del siglo XX. Barcelona: Crítica., 1995.

Ingreso y pobreza en Estados Unidos: 2017.

SEN, Amartya. Identidad y violencia. La ilusión del destino. Madrid: Katz Ediciones. 2007

SNYDER, Timothy. On Tyranny. Twenty Lessons from the Twentieth Century. Nueva York: Penguin Random House LLC. 2017.

VARGAS LLOSA, Mario. La llamada de la tribu. Barcelona: Penguin Random House Grupo Editorial., 2018.

World Inequality Report 2018

 

Número 2, 2019